Diario de a bordo. Hora: 18:00. Ubicación: Málaga, Calle Larios
Inicio mi odisea en busca de luces navideñas, armado con una cámara que no funciona y una paciencia que sospecho tampoco. La calle está atestada de gente que parece haber hecho un pacto secreto para moverse como un solo organismo caótico. Frente a mí, una pareja debate si grabar en vertical u horizontal mientras un niño, cual gladiador urbano, blande un globo luminoso con la intención de conquistar mi espacio personal. Lo esquivo con un movimiento digno de Matrix, pero en el proceso tropiezo con una señora cuya mirada podría derretir el alumbrado entero. Se detiene un instante para ajustar su bufanda, pero no antes de soltar un susurro casi inaudible: "La juventud está perdida". No estoy seguro de si se refiere a mí o al niño del globo.
Hora: 18:20.
La densidad humana no disminuye, y los móviles en alto convierten la calle en un bosque de brazos extendidos. Un influencer parece estar grabando un monólogo dramático frente a una de las instalaciones luminosas. La gente se acumula alrededor como si esperara que de pronto repartiera entradas para algún sorteo. Decido avanzar, pero mi avance es más bien un ejercicio de resistencia física y mental.
Hora: 18:30. Retirada estratégica
El gentío me obliga a buscar refugio en una callejuela lateral. Allí descubro un bar que anuncia con orgullo "vino caliente artesanal". Decido entrar, movido más por curiosidad antropológica que por sed. El camarero, cuya expresión mezcla el cansancio de Sísifo y el sarcasmo de un humorista, me pregunta: "¿Frío o caliente?". Respondo frío, porque el vino caliente me inspira la misma confianza que un avión hecho de cartón. Me entrega un vaso con una sonrisa que parece contener una advertencia, pero decido ignorarla.
Hora: 19:15
Abandono el bar con más dudas que certezas. El vino frío sabe a algo que probablemente debería ser demandado por falsedad en el etiquetado. Afuera, el aire huele a castañas asadas y humedad. Sigo caminando y llego a una plaza donde un grupo de músicos intenta, con notable entusiasmo, interpretar flamenco. El resultado es una extraña fusión que podría describirse como jazz flamenco experimental. Me siento en un banco junto a una mujer que, sin preámbulos, me dice: "¿Tú también has venido por los alquileres?". Niego con la cabeza, pero ella no se detiene. Me explica cómo su barrio se ha convertido en un "Airbnb gigante" y remata con un suspiro: "Si no me espabilo, mi gato acaba listado en Booking". Por un momento, considero preguntar si el gato incluye desayuno continental. Ella se ríe, pero es un sonido hueco, como si la broma le recordara algo que prefiere no pensar.
Hora: 19:45. Decido perderme deliberadamente
Doblo esquina tras esquina, sin un destino claro, y termino en un rincón de la ciudad donde la Navidad parece haber olvidado encender sus luces. Aquí, las fachadas están desgastadas y los escaparates muestran más carteles de "Se alquila" que productos. Me detengo frente a una zapatería que parece cerrada desde antes de que se inventaran los LEDs. Dentro, unas pocas cajas amontonadas son el único testimonio de que alguna vez hubo actividad. Un gato me observa desde el alféizar, como si compartiera el desencanto del lugar. "Incluso aquí", pienso, "hay historias esperando ser robadas".
Hora: 20:00. El puerto
El Muelle Uno brilla con una intensidad que parece diseñada para cegar cualquier atisbo de reflexión. Un violinista toca "My Heart Will Go On" frente a un yate cuyo nombre, "Eternal Bliss", parece más un desafío que una promesa. Reflexiono sobre el equilibrio imposible entre el lujo exhibicionista y las realidades cotidianas de quienes viven aquí. Me pregunto si este puerto es un espacio público o un escaparate para un catálogo de vidas que no son la mía. A pocos metros, un grupo de turistas posa para una foto con un helado en la mano, como si estuvieran en una playa en pleno agosto. El contraste me resulta casi poético, aunque más cercano al sarcasmo que a la lírica.
Hora: 20:30. Regreso al epicentro lumínico
De vuelta en Calle Larios, las luces me reciben con su deslumbrante abrazo LED. Intento encontrar belleza en el espectáculo, pero mis pensamientos se desvían hacia un escaparate de figuritas navideñas. Un pastorcillo, con expresión resignada, parece mirarme con la misma fatiga existencial que siento. Por un instante, pienso que él también lleva años atrapado en esta ciudad, condenado a observar cómo la opulencia crece mientras la esencia se encoge.
Hora: 20:45
Me dejo llevar por la corriente de la multitud y termino en una churrería que parece resistir al tiempo. Pido un cartucho de churros y una taza de chocolate caliente que sabe demasiado a polvo, pero me consuela el hecho de que al menos no está desconstruido. Una pareja en la mesa de al lado discute sobre cuál es la mejor forma de publicar fotos en Instagram, y me pregunto si soy el único que sigue disfrutando de las cosas sin documentarlas.
Málaga brilla, pero no sé si ilumina o simplemente distrae. Me retiro a mi alojamiento con una certeza: las mejores historias no están bajo las luces, sino escondidas en las sombras que estas proyectan. Y quizá, solo quizá, valga la pena seguir perdiéndose para encontrarlas.
Aviso: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia...