El Ladrón de Imágenes llegó a Auschwitz con una puntualidad que no le era habitual. La estación de autobuses, un espacio anodino que bien podía haber sido el escenario de cualquier otra excursión, albergaba sin embargo a una multitud de turistas que, en su mayoría, no se miraban entre sí. Todos parecían cargar con un silencio premeditado, como si hubieran ensayado el mutismo en sus respectivos hoteles.
El autobús partió y el paisaje empezó a diluirse en un frío monocromático. El ladrón contemplaba por la ventana con esa expresión neutra que tanto practicaba, la misma que había perfeccionado al retratar lugares donde los muertos se niegan a ser olvidados. Sabía que lo esperaban kilómetros de ladrillos, alambradas y puertas que, aunque abiertas, jamás dejaban salir del todo.
El letrero de Arbeit macht frei lo recibió con la indiferencia de quien lleva años cumpliendo un protocolo inútil. El ladrón se detuvo, desenfundó la cámara y capturó el arco con una economía de movimientos que hubiera envidiado cualquier francotirador. El trabajo libera. Ahí estaba el chiste más amargo de la historia, pensado para que resonara en un público que jamás tendría la oportunidad de reírse. La ironía nazi, pensó, había dejado un legado insuperable.
Adentrándose en el campo, encontró barracones que se desplegaban como un ejército en formación, cada uno más idéntico que el anterior, como un mal espejo que multiplica la miseria en lugar de reflejarla. En el bloque 11, las celdas sin luz parecían aspirar la poca energía que le quedaba al visitante. Aquí las sombras no hacían cola, simplemente se quedaban. Tomó otra foto, esta vez sin mirar mucho, como si la cámara pudiera captar algo que sus ojos preferían ignorar.
Cuando llegó al muro de fusilamiento, sintió un leve cosquilleo en la nuca. Era como si alguien, o algo, le estuviera observando. Al girar la cabeza, se topó con la mirada de otro visitante, un hombre de mediana edad que sostenía un ramo de flores con manos temblorosas. En silencio, ambos se observaron durante unos segundos antes de volver a lo suyo. Aquí las emociones se comparten por accidente, pensó el ladrón, y disparó una vez más su cámara.
El traslado a Birkenau le pareció un viaje en el tiempo, no porque el paisaje cambiara, sino porque la vastedad del lugar lo sumió en una especie de limbo temporal. Las vías del tren, como venas de hierro, se extendían hacia un horizonte que se negaba a terminar. Desde la torre de vigilancia, tomó varias fotos. Cada encuadre le devolvía algo diferente: una alambrada torcida, un poste de madera que parecía mirar con desdén, o una de esas escaleras de caracol que llevaban a ninguna parte.
Los barracones, o lo que quedaba de ellos, parecían escenarios dispuestos para una obra macabra. Dentro, las literas de madera apenas soportaban la memoria de los cuerpos que alguna vez ocuparon ese espacio mínimo, casi simbólico. El ladrón hizo una pausa. Frente a él, un grupo de estudiantes escuchaba en completo silencio a una guía que narraba las rutinas del horror con una voz tan clara como firme. El ladrón no necesitaba esa explicación. En su mente, las imágenes ya hablaban. Aun así, levantó la cámara y disparó.
Más adelante, en el crematorio en ruinas, un hombre joven colocaba una piedra sobre una de las losas de cemento. El ladrón observó ese ritual sencillo, casi absurdo en su fragilidad, y sintió por primera vez en todo el día que el lugar le exigía algo. Tomó su última fotografía, un encuadre donde el pasado y el presente se encontraban sin reconciliarse.
Al salir del campo, el aire parecía más pesado, como si incluso la atmósfera se negara a dejarlo marchar sin cobrarle un peaje emocional. De vuelta en el autobús, el ladrón revisó las imágenes en su cámara. No había orden ni jerarquía, solo fragmentos de una historia que, aunque conocida, seguía siendo inabarcable. Cerró la cámara y la guardó con cuidado. El paisaje que se deslizaba tras la ventana era ahora otro: un puente, unas casas con tejados agudos, una iglesia que parecía llevar siglos susurrando secretos. Wrocław estaba cerca, y con ella, sus duendes de bronce y sus murmullos de otro tipo.
El Ladrón de Imágenes se acomodó en su asiento. Aquel viaje no era lineal, lo sabía. Había lugares que dejaban su rastro, como una sombra que decide acompañarte sin pedir permiso. Y él, como siempre, estaba dispuesto a seguir caminando, a recoger con su cámara esos retazos del mundo que otros preferían dejar atrás.
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